Las cifras de la conquista de América

«El título, “El imperialismo Occidental. Cuando Europa era dueña de tres quintas partes del mundo”, responde a una época muy determinada, la de finales del siglo XIX y comienzos del XX (hasta la IGM), durante el cual se sucedieron acontecimientos de enorme importancia para el mundo, ya que es entonces cuando Occidente (fundamentalmente las grandes potencias europeas) se lanzó a la exportación, con carácter definitivo, de sus formas y modos de vida social, político y económico, al resto del mundo conocido. Por ello he elegido este subtítulo. Sin embargo, son de resaltar igualmente otras épocas históricas asociadas comúnmente con el poderío y expansionismo de Occidente, desde el siglo XV (conquista y colonización de América), y hasta, al menos, la década de los setenta del pasado siglo, en un proceso histórico que aún no está agotado ni acabado, y cuyas funestas consecuencias pretendo mostrar a las generaciones futuras y a los líderes actuales en este libro.

De este modo, el imperialismo occidental constituye por sí solo un amplio capítulo de la historia de la humanidad, en el cual se escriben, muy posiblemente, las peores características de la especie humana en general y del peligro del ejercicio del poder por parte de las élites en particular.

Sin embargo, y con todo, en este libro hay un pretendido carácter social en forma de estudios regionales, pues considero que el imperialismo no es un fenómeno global, sino que se circunscribe a unas regiones muy determinadas, las cuales son las protagonistas del imperialismo desde el punto de vista histórico. De este modo, me centro en el imperialismo de raíz occidental (ha de hacerse notar que cuando hablo de Occidente, lo hago fundamentalmente de Europa, así como de los Estados Unidos).

En definitiva, creo conveniente el general conocimiento del imperialismo. Por ello, vuelvo a señalar la necesidad sentida de forma imperiosa de contar al mundo las características, cuando menos genéricas, que definen esta forma de explotación por territorios conocida comúnmente como imperialismo.»

Eloy A. Gómez Motos

En las primeras expediciones a América había destacado el carácter épico de los conquistadores en forma de aventureros y expedicionarios, pero ya en 1549 la Corona tomó parte y en una cédula de carácter provisional prohibió nuevas conquistas. Estos aventureros eran reclutados por caudillos a través de hombres de confianza, a los cuales, en un principio, la Corona pagaba una soldada. Aparte, éstos buscaban en América prosperar económicamente, por lo que es dudoso que personas pudientes económicamente participasen en esta primera fase de conquistas. En definitiva, era la primera época de la conquista, a través de las “huestes”.

En cuanto a la población americana, Malamud da las siguientes cifras: “existen dos tendencias claras. La primera, más conservadora, fija entre 13 y 15 millones la cifra original (Rosenblat, Steward). Por el contrario, los estudiosos regionales de la llamada Escuela de Berkeley (Borah, Simpson y Cook) han demostrado que esta cantidad es irrisoria (…) la población total del continente podría haber sido de unos 75 millones en 1520: de los cuales, unos 60 o 65 millones corresponderían a Iberoamérica, concentrados sobre todo en los imperios inca y azteca. De ellos, un siglo más tarde, apenas quedaban 5 millones de habitantes indígenas” (página 96).

La extinción en masa de la población indígena se dio, como no podía ser de otra forma, primeramente en el Caribe, “donde fue preciso introducir mano de obra negra en época muy temprana. Allí desaparecieron casi un millón de indios, puesto que en 1520 sólo había unos 16000.”

Mientras tanto, en otros lugares como el antaño enorme imperio azteca se redujo a unos 70000 individuos a comienzos del siglo XVII (ya en 1520 era de apenas 1´5 millones de indios). En total, se calcula que un tercio de la población de Centroamérica murió de la viruela europea, mermando la población total a unos 600000 individuos. Por su parte, en Suramérica el imperio inca, que había contado con unos 10 millones de súbditos, llegarían a ser unos 600000 en 1630. Otras poblaciones, como en Colombia o Brasil actuales, se perdieron aproximadamente cuatro quintos de la población india, siempre según Malamud.

¿A qué fue atribuible tal tasa de mortalidad? Algunos mencionan la rapacidad y crueldad sin límite de los conquistadores, a los que acusan de genocidio, mientras que otros prefieren dar mayor protagonismo a las epidemias, así como la existencia de una crisis en la relación entre demografía y recursos en el seno de muchos de los pueblos americanos a la llegada de los conquistadores.

De entre las epidemias, cabe destacar las manifiestas deficiencias inmunológicas por parte de los indios, siendo la primera de las enfermedades en aparecer la viruela, el sarampión, el tifus, la gripe y cierta cantidad de enfermedades de carácter febril. Sin embargo, Malamud destaca lo siguiente:

“Sin embargo, aun aceptando la causa epidémica como el agente exterminador por excelencia de la población indígena americana (…) las guerras de conquista en ocasiones causaron una mortalidad significativa. (…) Por ejemplo, se estima que en el sitio de Tenochtitlán perecieron unos 200000 aztecas y en algunos valles incas la mortandad masculina se elevó al ochenta por ciento durante los primeros años de la presencia española.”

Asimismo, hay que añadir las nuevas condiciones de vida introducidas, ya que desde un primer momento se impusieron cargas tributarias durísimas para la población indígena. A ello hay que unir la usurpación, la devastación, así como las consecuencias de las diversas formas de trabajo forzoso a que se vieron obligados tras la conquista. Además, a ello hay que unir igualmente la destrucción de sus sistemas de valores y creencias, lo que habría de tener consecuencias psicológicas enormes sobre la población indígena.

Sin embargo, como señala Eduardo Galeano, “el Papa había resuelto que los indios tenían alma”. A pesar de eso, un rey tan extremadamente católico como Felipe II seguía afirmando en 1581 que “un tercio de los indios había sido aniquilado”. El resto de los indios era comprado o vendido, así como que “dormían a la intemperie”, mientras la Corona, por su parte, recibía un quinto del total de metales preciosos que se extraían del Nuevo Mundo. En las minas trabajaban esclavos negros e indios, resucitados del mundo grecorromano.

Las cifras hablan por sí mismas: A la llegada de los españoles los indios contaban con no menos de 60 millones de habitantes. Siglo y medio después no eran más de 3 millones y medio, que sobrevivían, además, en condiciones infrahumanas.

La posición de algunos sectores de la Iglesia hizo que la Corona se replantease las condiciones del trabajo indígena:

“La Corona consideraba tan necesaria la explotación inhumana de la fuerza de trabajo aborigen que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas y, simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo en caso de que aquella medida hiciera flaquear la producción” (Galeano, 59).

De esta forma, podemos concluir que, por más nobles que fueran las intenciones de eclesiásticos como De Las Casas, así como de algunos juristas, aprobando leyes favorables al trato benigno para con los indios, éstas no llegaban a aplicarse en América, ya que el contenido de las resoluciones no llegaba o era ignorado, de forma que los caciques y encomenderos siguieron haciendo de las suyas.

La palabra “mitayo” procede de “mita”, que era una forma de organización del trabajo en América en el cual los indios eran considerados “bestias de carga” (Galeano). Sin embargo, virreyes como el de México seguían afirmando que el trabajo en las minas era el mayor remedio para curar la maldad natural de los indígenas, ya que se consideraba que sus actos e idolatrías ofendían a Dios en grado sumo. De este modo, autores tan reconocidos como Voltaire, Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume, Bodin o Hegel se negaron siempre a aceptar su semejanza con aquellos habitantes, a los cuales se les había concedido el soplo de la esperanza a través de su encuentro con los europeos. Sin embargo, la Bula del Papa Paulo III, emitida en 1537, había afirmado en su día la humanidad de los indios. De este modo, algunos como De las Casas dedicarían su vida a la defensa de los indios, como poseedores de los derechos emanados de su humanidad. Sin embargo, seguirían siendo considerados idólatras abandonados de la voluntad de Dios.

En el parágrafo de Galeano titulado “Contribución de oro de Brasil al progreso de Inglaterra”, el autor uruguayo afirma lo siguiente:

“El oro había empezado a fluir en el preciso momento en el que Portugal había firmado el tratado de Methuen, en 1703, en Inglaterra. Esta fue la creencia de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes británicos en Portugal. A cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés, Portugal abría su propio mercado y el de sus colonias a las manufacturas británicas” (Galeano, 78).

Ello condenaba a la industria portuguesa a la ruina, siendo en este caso la beneficiaria indiscutible la industria inglesa, la cual comenzó desde entonces a abastecer de productos manufacturados tanto a Portugal como a Brasil.

Inglaterra y Holanda, que eran algunos de los principales suministradores de esclavos a América, acaparaban, además, el contrabando de oro, y a partir del acuerdo con Portugal, también el oro proveniente de las minas brasileñas. Inglaterra pasó a acaparar, de este modo, un quinto del botín de los metales preciosos, que hasta ahora había pertenecido a la Corona portuguesa. Por ello, no es de extrañar que el centro financiero de Europa se trasladase de Ámsterdam a Londres.

BIBLIOGRAFÍA:

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